domingo, 14 de noviembre de 2010

Crítica de un espectador


Fui al teatro, Espacio Ecléctico, un bellísimo  y muy cuidado lugar que está en Humberto 1º 730, en San Telmo. Representaban, como todos los viernes a las 21, "El libro de almohada", obra dirigida por Dora Milea y protagonizada por Stella Matute, Joselo Bella y Lelia Mariá. Como pasé un hermoso momento, comparto brevemente algunas de las muchísimas percepciones que suscitó en mí y en mi esposa, Angélica.

Si ejercer el poder es, ante todo, imponer una interpetración de la realidad, Irma y la asistente Isabel sólo buscan reproducir en “el campo”, de manera científica, los beneficios que la nueva interpretación ofrece. Han capturado al primer soldado vivo, a un guerrero de las fuerzas de penetración, y en él, a través de él, a pesar de él; el mundo podrá reconocer los beneficios del nuevo régimen.
Acorde a las buenas creencias occidentales que transitamos, la violencia del fusil es reemplazada por las flores, las violaciones y el saqueo de las plazas de los vencidos, por los efectos descontaminantes de la comida purificadora. Marcar el territorio enemigo no es ya anexar una porción que podrá ser objetivada en el mapa. El territorio enemigo es el alma de los vencidos y la comida desintoxicante, las torturas que no son tales hasta que el enemigo decide moverse (y por tanto, para el poder, autotorturarse) hacen pie allí con violencia solapada. Una visión neorreligiosa en la que el hígado, no el corazón (ése músculo desconfiable que se altera al mínimo roce), es el órgano entronizado.
Los editores de la revista “Buena salud” parecen haber preparado la nueva doctrina. “La digestión al poder” es el axioma que permite que verdades parciales se totalicen en la mirada de las fanáticas. La realidad es hija de esa mirada que la antecede, que permite darle forma. Un paradigma hepato-pacifista que no puede advertir la propia violencia, la indigestión de sus líderes, las contradicciones hormonales que el propio cuerpo les grita a las opresoras desde ese adentro que, puro y todo, no puede dejar de sentir nostalgia por el poder depuesto que las humillaba.
La oposición de género recorre inevitablemente la obra. Son mujeres la que han tomado el poder, las que alumbran un nuevo orden. ¿Pero pueden abandonar ellas, a pesar de las novedades, las viejas y comprobadas formas de dominación masculina? Se enaltece la nueva tortura, se impulsa la preponderancia de los cambios internos; sin embargo la imagen subyugante, fálico-céntrica, del fusil del soldado, su posesión, parece devenir de la concepción freudiana de la castración. Un hito científico, tal vez, del discurso de la masculinidad. Estas mujeres reproducen, apropiándose de ella, una injusticia que viene del fondo de los tiempos.
La poesía aletea en los derrotados. La poesía es la canción de los que han perdido todo, y en esa carencia el espectador se conmueve por la indefensión, por el niño que late dentro del cuerpo torturado del soldado, por el hombre que se retuerce en su placer íntimo y postrero. Pero su debilidad actual nos oculta su miseria, que aún lo enorgullece, como los viejitos genocidas que en camilla o extraviados apelan a la lástima de los distraídos o los desmemoriados.
Una tensión ininterrumpida, apenas quebrada por la contradictoria vulgaridad de una gestualidad militante, por los aforismos gestados para refrendar el poder, no puede sostenerse por más tiempo, piensa el espectador. Pero el trío del escenario se empeña en darle contenido a las ausencias, afirmando que todo lo existente, visible o no, participa en el campo de fuerzas de “lo que está siendo”.
Las interpretaciones incomodan, conmueven o apasionan alternativamente. La escenografía se adecua al discurso y a las necesidades de las mujeres, quienes descorren muros como si fueran velos, que poco a poco el espectador deconstruirá, necesitando ubicar a su propio ego en ese nuevo orden que lo envuelve omnipotente.
“El libro de almohada” es una invitación a posar una mirada crítica tanto sobre los viejos mandamientos de la moral religiosa como sobre las verdades blandas de la “nueva conciencia planetaria”. Una venda puede ser arrancada de los ojos, unas cuencas pueden ser penetradas por los tacones del régimen. Quienes participan de “El libro…” parecen pedirnos, simplemente, que abramos los ojos, limpios de ayeres o esperanzas, y miremos con atención. El mundo, como decía Kafka, se va a desenmascarar ante nosotros, no puede dejar de hacerlo.

Octavio Echevarría

jueves, 4 de noviembre de 2010

Crítica de Télam - por Héctor Puyo

 
 
TEATRO-CRITICA
 
MUJERES AL BORDE DE UN ATAQUE DE TRASCENDENCIA
 
Buenos Aires, 28 de octubre (Télam, por Héctor Puyo).- Dora Milea es la directora de un raro y atractivo espectáculo llamado "El libro de almohada", de Pedro Sedlinsky, que tiene en su trío de intérpretes su columna principal. Se ve en Espacio Ecléctico.
Con forma de "cómic" de ciencia ficción y ubicada en un tiempo y un lugar no especificados, halla a dos voluntarias (Stella Matute, Lelia Maria) encargadas de recoger soldados de alguna guerra y someterlos a los planes de sobrevida de una difusa organización femenina.
El recobrado en este caso es uno (Joselo Bella) que no tiene más remedio que someterse a los cuidados y a la vez la mano dura de esas damas, que en la ruta de una líder que no se ve, adoran los nudos con que lo sujetan, entre otros recursos que parecen extraídos de un manual de dominación.
El trámite, que el soldado va conociendo al mismo tiempo que el público, está planteado como una clase abierta a un aula enteramente femenina, en la que las discípulas dispondrán de valiosas nociones para su actividad ecuménica.
La cosa se complemente principalmente con una alimentación básicamente vegetariana para la que las expresiones y ciertas palabras cobran sentidos distintos, por lo general hérméticos, sólo descifrables por las iniciadas.
De ese modo el dúo va elaborando el libro que da título a la pieza y que se transformará en una suerte de biblia, redactada con sentido pragmático sobre la experiencia -¿será la primera o habrá habido otras?-, destinada a perdurar.
Hay una referencia evidente al poder de la mujer como gran madre de los tiempos por venir -estas señoras están convencidas de construir un mundo-, que parecen tener base en algunas religiones o filosofías que hacen hincapié en la alimentación.
Tanto las actrices como el actor están vestidos de un modo indefinido, con algo de viajeros del espacio a la manera del vetusto Buck Rogers, y se mueven en un espacio donde unos biombos modifican la escena que envuelve a una camilla hospitalaria de varios usos.
Hay notorias diferencias en el enfoque actoral de las voluntarias y el de su protegido-prisionero: ante un enfoque naturalista del varón, que en la mayor parte se debate en la perplejidad, las actrices ofrecen un trabajo volcado al expresionismo, subrayado por una iluminación casi siempre a pleno.
El que lleva la peor parte es Bella, que debe hacer frente a la exaltación de sus oponentes Matute y Maria, permanentes motores de la acción, sobre todo la primera, que ejerce su poder con gracia y energía, haciendo gala de un ejemplar empleo de la voz.
Eso no quiere decir que Bella cumpla un mal papel, sólo que está en estado de permanente defensa frente a la potencia de sus compañeras, a las que se les hace cuesta arriba transitar cierta circularidad de un texto que demora el desenlace.
Dora Milea es una directora eficaz que dio muestras de sagacidad ante piezas complicadas como "Rudolf”, de Patricia Suárez, y "La música", de Marguerite Duras, ambas con Patricia Palmer. Aquí logra lo esencial: que la acción transcurra y la platea olvide que hay alguien marcándole el rumbo.
"El libro de almohada" se ofrece en Espacio Ecléctico (Humberto I 730), los viernes a las 21.(Télam).-
 
hp